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Educada incitación al trumpicidio

El último trabajo de Marsalis, riquísmo y múltiple en lenguas y polifonías, podría calificarse como arte en emergencia. Hay un presentador, Mr. Game, que introduce en estilo predicador y millonario a lo Trump. También la repetida pregunta contemporánea: por qué elegimos al enemigo equivocado. O votar contra nuestros intereses.

Pablo Neruda editó, en 1973, un librito llamado Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena. El mismo año, Mario Benedetti publicaba una colección de poemas titulada Letras de emergencia. Había en ambos libros una idea clara – una idea de época, desde ya – : ciertos momentos demandaban de los artistas la suspensión de las abstracciones y los ensueños, entre otras cosas. Y, aunque el educadísimo Wynton Marsalis jamás incitaría al trumpicidio, su álbum The Ever Fonky Lowdown, publicado dos meses antes de las elecciones en los Estados Unidos, se ajustaría como un guante a la hipotética categoría “músicas de emergencia”.

“Es un desafío”, define Marsalis, en una larga conversación con Socompa. “La cuestión es poder elevarse sobre la propaganda demagógica, y eso no es fácil. Significa muchísimo trabajo: si la gente no fue educada y si no está al tanto de la política y del juego del poder, puede ser utilizada. Sus sentimientos pueden ser fácilmente manipulados, y ellos acaban actuando en contra de sus propios intereses, queriendo protegerse de un enemigo equivocado, de alguien que no es su enemigo.” The Ever Fonky Lowdown es, como todo buen título, intraducible. La forma “The ever…” es un homenaje confeso de parte de Marsalis a Yates, uno de los grandes poetas políticos de la historia. “Fonky”, es, por supuesto, la versión fonky de “funky”. Y “lowdown” es la explicación por debajo de la apariencia. Algo así como la verdad de la milanesa o “te bato la posta”. “La posta eternamente funky”, eventualmente, se presenta como una especie de circo o varieté. Hay un presentador, un hombre de dinero que defiende al dinero, un exitoso predicador del éxito. Su nombre es Mr Game y Marsalis lo describe con una maravillosa expresión del sur estadounidense: “un vendedor de aceite de víbora”. Y sí, lo han adivinado, Mr Game se parece mucho a Trump. Y en la obra hay otras voces. E infinidad de estilos musicales. Una celebración de la polifonía, en su estricto sentido musical (¿qué otra cosa es el jazz que la pluralidad de voces?) pero, también, en el que le daba el teórico Mijail Bajtin para hablar de la novela: la multiplicidad de lenguas, de formas del habla, de acentos. Ejemplo: cuando un pequeño coro femenino pregunta, envuelto en un sedoso blues presentado por el saxo alto, “¿Por qué elegimos la esclavitud a la libertad?”.

Cuando los músicos perciben antes

Ciertas preocupaciones de Marsalis no son nuevas. En 1997 compuso un oratorio, Blood on the Fields (Sangre en los campos) donde contaba la historia de dos esclavos, Leona y Jesse (con las voces de Cassandra Wilson y Jon Hendricks). Con el oratorio, ese mismo año, ganó el Premio Pullitzer para la música – y por primera vez para una obra de jazz – . Había un antecedente, el disco Black Codes (From the Underground), de 1985, y hubo secuelas, All Rise, una obra para coro, orquesta y orquesta de jazz escrita a partir de un encargo de la Filarmónica de Nueva York, estrenada en 1999 y grabada en 2002 por la Filarmónica de Los Angeles junto con la Jazz at Lincoln Center Orchestra, y From The Plantation to the Penitentiary, grabada por el trompetista al frente de su quinteto en 2007. “Creo que este no es un momento en el que se puedan inventar esas preocupaciones desde la nada”, dice. “Uno puede encontrar músicos que ya estaban involucrados, y siguen estándolo, y otros que no lo estaban y será muy difícil que se involucren porque la música generalmente llega antes que los propios hechos. Hasta Martin Luther King habló en el festival de Berlín de 1964 (la primera edición del JazzFest Berlin) e hizo la observación de que los músicos muchas veces comprenden el cambio tempranamente. Entonces yo pienso en el jazz como una forma del arte que mostró una revelación al mundo, que tenía su origen en una comunidad particular, la de los afro norteamericanos, y que se conecta con un movimiento hacia el humanismo universal y con la convicción de combatir el racismo sistémico.”

Quien dice esto es el trompetista que irrumpió en la escena del jazz a los 19 años, como parte de los legendarios Jazz Messengers conducidos por el baterista Art Blakey, deslumbrando con una técnica y una capacidad increíble para variar el color del sonido en décimas de segundo y para articular con claridad cristalina cada nota, por breve que fuera. El mismo que, ese mismo año, fue tempranamente canonizado al ser convocado por Herbie Hancock para reemplazar a Freddie Hubbard (y, yendo un poco más lejos, a Miles Davis) en su proyecto junto al contrabajista Ron Carter y el baterista Tony Williams. Es, también, quien fundó y dirige la Jazz at Licoln Center Orchestra desde 1987 y quien, en 1996, fue incluido por la revista Time en la lista de las 25 personas más influyentes de los Estados Unidos. Y, también, aquel de quien Keith Jarrett – otro que empezó su carrera en las ligas mayores junto con el grupo de Blakey – , en una entrevista publicada por la revista dominical de The New York Times el 9 de febrero de 1997, dijo: “Nunca escuché nada tocado por él que sonara como si significara algo. No tiene voz propia y no tiene presencia. Y detrás de su discurso humilde hay una arrogancia increíble.”

La acusación de tradicionalista – una acusación extraña, si se piensa que él usaría los mismos términos, pero con sentido elogioso – que pende sobre Wynton Marsalis oculta, en rigor, que se trata de uno de los músicos que más experimentó sobre la cuestión formal en el jazz de las últimas décadas. Están, por supuesto, sus discos consagrados a standards, que se erigen como verdaderas obras de tesis acerca de ese pequeño universo conformado por las infinitas variaciones – y las infinitas relaciones entre figura y fondo – alrededor de los temas clásicos del género. Pero todo el resto de su obra, más allá de la reivindicación explícita de los estilos tempranos del jazz, bucea en posibilidades formales siempre novedosas y sorprendentes.

El pianista, compositor, teórico y docente Ethan Iverson, fundador del trío The Bad Plus – difícilmente caracterizable como tradicionalista – , entrevistó larga y reverencialmente a Marsalis en su blog dothemath (dodemath.typepad.com). Y allí reflexionaba: “Cuando estuve enseñando en Banff el último verano, diez entre diez jóvenes pianistas andaban dando vueltas sobre su concepción post-Brad Mehldau/post-Keith Jarrett. Está bien. Yo mismo estoy lleno de post-Jarrett y de hecho estoy influenciado por Brad, también. Pero ninguno de esos mismos diez pianistas reconoció ‘Carolina Shout’, de James P. Johnson, cuando lo toqué para ellos en una clase magistral. Aquellos que son tan críticos con Wynton podrían recordar que ésta es una batalla que él está peleando para conseguir el respeto a gente como James P. Johnson”.

El jazz como forma de la democracia

Marsalis, claro, no tiene ningún problema en fundamentar su punto de vista y, de paso, criticar a sus críticos: “Creo que a los músicos negros, en los Estados Unidos, muchas veces se les pide que se separen de sus tradiciones. Es algo de lo que habla, también, Ever Fonky Lowdown. Mostráme que no tenés historia, que no creés en tus ancestros, que de hecho no te gustás a vos mismo; mostráme que estás dispuesto a imitar al Rock’n Roll o cualquier tendencia popular que ande por ahí y entonces sos una maravilla. En cambio, si mostrás que tenés respeto por el lugar de donde venís y si creés que el jazz es una revelación para los Estados Unidos, no interesa. Ellos no quieren una revelación de una subclase social, quieren una moda pasajera. Y si te oponés a esas cosas entonces no sos bueno, sos un tradicionalista, no sos moderno. Para ser moderno tenés que imitar la avant garde europea. La verdad es que toqué mucha de esa música y me gusta filosófica y estéticamente. Pero viniendo de una posición filosófica de tradición afro (norte) americana, la posición de algunos filósofos alemanes del siglo XIX no me parece que sea la dirección a seguir. Y, simplemente, no fui en esa dirección. Fue una decisión muy consciente, apoyada en una filosofía y en la teoría, y esto, increíblemente, resulta punible para las élites culturales de los Estados Unidos. Así que cargo con ese castigo de no tener artículos serios escritos sobre mi música. Jamás artículos serios en el New York Times o en su revista; 40 años de artículos con análisis livianos escritos por críticos de poca monta, condescendientes con los músicos afro americanos a los que quieren apoyar adulándolos con frases tipo “¿Podés creer que salió de la calle?”. O con alguna forma de falso progresismo”.

“Nunca fui parte de eso, nunca quise que un mentor se robara mi cabeza o me tratara como si fuera una especie de ‘noble salvaje’, una imagen que no es real. Yo vine de una familia muy educada, tanto mi padre como mi madre, entonces es esperable que usen las herramientas que usan y digan que este tipo es tradicionalista. Pero ahora, en los últimos cuatro o cinco años, hacen como si no existiera: este tipo no afecta al jazz, simplemente no está aquí. Pero nada de eso importa porque vengo de estos músicos, los conocí, hablo con ellos, cercanos a mi padre y no cejo en mi posición de humildad al estudiarlos y aprender sobre ellos. Y no es un tema de mí contra ese grupo de personas, es un tema de racismo y ese racismo no tiene nada que ver con lo que se meta en esa ecuación, no importa, va a seguir a pesar de las evidencias. Yo no estoy acá para dar ninguna prueba. Creo estas piezas, las escribo y las toco. Hay mucha gente a la que les gustan, de todas las razas y toco con músicos de todas las razas. La estructura de poder, el poder electoral, la estructura de poder académico está armada como está para reforzar los estereotipos y si no estás en línea con ese estereotipo tenés que ser castigado. Yo tuve la suerte de no caer en ese estereotipo y, al mismo tiempo, de que haya suficientes personas que gustan de mi música como para sobrevivir.”

Para Marsalis música y política se conectan inevitablemente, como cuando afirma que “una orquesta de jazz es como la democracia; en el sonido grupal está la suma de los individuos, pero sólo si son capaces de escucharse y respetarse entre sí. No puede haber improvisación colectiva si no se escuchan. Y si lo logran, lo que suena es mejor que lo que cada uno de ellos haría por separado. El sonido más hermoso del jazz no es el de los solos; es el sonido del grupo.” De hecho, otra de las características que suelen pasar desapercibidas en la apreciación de Marsalis es que se trata de un virtuoso que, en gran medida, ha renunciado al virtuosismo. El sonido que lo enamora es de las orquestas ­ – y el hecho de que, como Ellington, las llame de esa manera y no big bands, dice mucho acerca de ello – . Allí, en las orquestas, es donde anida la vieja y buena polifonía. Allí y en esa multiplicidad de voces que aparece en The Ever Fonky Lowdown, que, en sus palabras, “no tiene que ver con un estudio concienzudo sino con el sencillo hecho de ser de Nueva Orleans. Toda esa música estaba allí. Era la que tocaba mi padre con sus amigos. Era la que sonaba en la radio. Era la que estaba a nuestro alrededor””

En su mirada sobre la música el jazz funciona como una especie de faro desde donde, a la vez, se ilumina y se registra cada una de las vibraciones del mundo. Inclusive del mundo de los vendedores de aceite de víbora. O de inyecciones de desinfectante.

by Diego Fischerman
Source: Socompa – Periodismo de Frontera

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